Imaginen un patio de colegio. Hay un chico que envidia profundamente a otro. Ese otro tiene algo que el primero ansía. Quizá tiene muy buenas notas, o un perro en casa, o unos padres que le quieren. Además es un chico diferente, suele ser un chico de altas capacidades o que está dentro del espectro autista. Quizá es gay. En cualquier caso es distinto. Es introvertido, tímido, reservado, no tiene muchos amigos.
El envidioso va directamente a por el tímido. Empieza con bromas sarcásticas, luego va a los empujones, quizás se las arregle para aislarle por completo y que nadie le hable. No, no necesita pegarle, eso es cosa de otros tiempos. Esparcirá rumores y noticias falsas sobre él y si el envidioso tiene un amigo intentará robarle al amigo como sea. Y por supuesto organizará una campaña por internet. Porque en estos tiempos todos los niños y todos los adolescentes tienen un teléfono móvil y un perfil en TikTok. Cuando éramos jóvenes el envidioso le hubiera pagado al tímido en la puerta del colegio, ahora simplemente le acribilla a mensajes, o le convierte en un marginado.
El envidioso parece carismático y líder, pero en realidad es alguien muy, muy, muy acomplejado. Recurre a la violencia, a la humillación, a la intimidación, porque lo ha visto hacer en casa. Quizá su padre se lo hace a su madre, quizás sus padres se lo hacen a él.
Dan Olweus uno de los primeros investigadores sobre el acoso, definió hasta siete perfiles para definir qué rol cumple cada participante en lo que dio a llamar “El círculo del bullying”. Deberíamos hablar de círculos porque funcionan a veces como círculos concéntricos.
Olweus demostró que las relaciones de maltrato entre iguales no se limitan algo tan simple como una relación entre un acosador y un acosado. Existe toda una complicada red con nudos muy ajustados y una malla muy tupida, una red de relaciones que facilitan la consecución y el mantenimiento del acoso al niño o niña diana que se constituye como víctima.
Primero está el acosador, el niño envidioso que inicia todo. Después están dos o tres secuaces tan acomplejados como él pero que creen que estando al lado de un violento todo el mundo les respetará. Ellos nunca inician las conductas violentas, solo siguen a su líder. El tercer círculo es el de los acosadores pasivos que le ríen las gracias al líder aunque ellos nunca le hayan pegado un empujón al niño o niña diana, ni le hayan enviado insultos por WhatsApp. Le siguen los acosadores potenciales que no manifiestan nada pero secretamente están encantados de que el niño empollón o la niña redicha esté siendo blanco de tantas invectivas. Si hay suerte aparecerá un grupo de defensores, que no siempre aparecen, otros niños que ayudan a la víctima y le defienden. También hay defensores potenciales que secretamente desaprueban todo lo que está pasando pero que no tienen valor para decirlo en alto. Y por último Olweis habla de los mirones. Chicos y chicas que creen que no participan, que ni aprueban ni desaprueban, que actúan como si la cosa no fuera con ellos, que creen que no son acosadores. Pero en realidad participan en el acoso, aunque sea sólo por su actitud pasiva, porque el silencio y la indiferencia les hace cómplices.
Pero esto no solo sucede en un patio de colegio. Sucede en las familias extensas. Cuando toda la familia escoge a una mujer o a un hombre que se convierte en el chivo expiatorio. Sucede en las redes sociales cuando se elige a una persona y se empiezan a crear campañas de desprestigio contra ellas o a llenarle las redes de insultos (es lo que le sucedió a la escritora Lucía Etxebarria y le está sucediendo ahora a Britney Spears). Sucede en una oficina o un supermercado cuando el jefe empieza a marginar a uno de sus empleados o empleadas y todo el resto del equipo con tal de que no vaya contra ellos le siguen la gracia. Sucede en esos realities como supervivientes o sus clónicos en el que todo el grupo empieza a martirizar a un pobre concursante para gran deleite del espectador. Esos realities son el circo romano redivivo veinte siglos después.
“Acoso” es un término que puede aparecer en muchísimos ámbitos. Es uno de esos dramas cotidianos que tantas personas de todas las edades sufre, un drama tan peligroso como muchas veces asumido. En muchos casos lo tenemos interiorizado o legitimado.
Para prevenir el acoso, debemos dejar de considerarlo como una simple relación bidireccional entre una víctima y un verdugo. Igual que se necesita toda una aldea para cuidar a un niño se necesita toda una sociedad para dejar que un acoso permanezca impune. El entorno corresponde a una dimensión colectiva que mira hacia otro lado y que en muchos casos le echa la culpa a la persona acosada, a la que llama loca o mentirosa.
Todos y cada uno de nosotros estamos influenciados por lo que se dice y se hace a nuestro alrededor. Si los niños entran en redes sociales y ven como impunemente se le puede insultar a una persona pública o incluso desearle lo peor, entenderán que es lo normal. Si los niños ven que en un reality el personaje más agresivo y más faltón, el que más insulta y humilla es el que finalmente gana, repetirán esa conducta en su entorno. Y luego se convertirán en jefes tiránicos o en empleados conformistas que no ayudan a sus compañeros. Por lo tanto, la sociedad neoliberal, la sociedad del espectáculo en la que vivimos tiene un gran impacto en nuestros comportamientos. Porque incorporamos sus códigos y normas. En la sociedad neoliberal, la sociedad del “homo economicus”, la sociedad del yo mi me conmigo, la sociedad hiperconsumista, ninguno nos preocupamos por el otro. El acoso es, por lo tanto, un fenómeno social, un fenómeno colectivo, y es normal que aparezca en una sociedad que está obsesionada con la individualidad, con el triunfo y con el éxito. Pero los humanos somos animales gregarios, estamos condenados a vivir en comunidad, porque no podemos subsistir de otra manera, porque no podemos sobrevivir solos. Y una sociedad de acosadores es una sociedad que se autodestruye.